Llevaba 7 años casada y se consideraba una persona moderadamente feliz.
De su matrimonio había nacido una niña preciosa, despierta y muy alegre, que acababa de cumplir 4 añitos. Tanto su marido como ella, tenían un buen trabajo que les permitía vivir, si no con lujos, sí con tranquilidad. Y esa paz económica, tras algunos momentos críticos para sus bolsillos del pasado, le aportaba ahora cierta libertad.
Realmente, poco más podía pedir. O eso pensaba ella.
Como a todos, la rutina diaria consumía todo su tiempo y a veces, cuando los estirones de crecimiento que daba la pequeña la pillaban desprevenida, sentía ese pequeño pellizco de angustia que suele provocar la inexorabilidad del tiempo cuando se manifiesta. En esos momentos, la cogía en brazos para hacerle las cosquillas que tanto la hacían reír, a la vez que reprimía las ganas de rogarle que no creciese tan rápido, que no dejase de ser su niña.
Los días transcurrían sucediéndose como pequeñas fotocopias. Despertador, beso rápido antes de levantarse, ducha veloz, desayuno express para tres, un “quetengasunbuendíacariño” y corriendo al cole, para luego volar hasta aterrizar en la silla de la oficina. Jornada laboral anodina y sin demasiados sobresaltos, vuelta al cole para recoger a la pequeña y correr de nuevo a casa, a ayudarla con esos deberes que no dejaban de sorprenderla por lo distintos que le resultan de los de cuando ella era niña. Después, perpetrar una cena de campaña, y antes de dormir, cuento para la niña y serie de televisión interminable para mamá y papá. Serie que, además, se encuentra en ese punto absurdo que alcanzan las sitcoms eternas y que seguro te hacen adormilarte en el sofá, para luego trasladarte como un zombie a la cama… eso sí, rezando para que alguna de las típicas preocupaciones no te desvele hasta las tantas y te regale cara de oso panda para el día siguiente.
Como novedad que rompía la rutina, esa semana les iban a traer un armario nuevo para una especie de trastero pintado de color lavanda que tenían en su piso y donde ella tenía pensado guardar su ropa. El armario de la habitación de matrimonio no tenía espacio suficiente para la ropa de los dos, y cuando su marido le propuso comprar uno nuevo para la minihabitación, le pareció una gran idea.
Esa tarde la niña se había quedado en el cumpleaños de una amiguita del cole y él, que salía más tarde que ella de trabajar, la pasaría luego a recoger, por lo que al llegar a casa estaba sola. Y fue entonces cuando se encontró con la sorpresa que él le había preparado.
La pequeña habitación lila estaba totalmente cambiada. No quedaba ni rastro de los trastos que la ocupaban habitualmente y la estancia aparecía limpia y reluciente. Un sencillo pero precioso armario esquinero color crema, con un espejo estrecho que ocupaba una de sus puertas, dominaba el espacio, dejando sitio para un pequeño sillón del mismo color, bajo la ventana que daba a un tranquilo parque. Era casi otoño, por lo que, aunque aún había bastante luz natural que llenaba la pequeña estancia, la tarde empezaba a caer y ese sol anaranjado de finales de verano le daba a la habitación una calidez que casi la hipnotizó. Aún con los zapatos y el bolso colgando del hombro no resistió la tentación de sentarse en el acogedor sillón, que pareció abrazarla, y respiró hondo. La estancia olía a limpio y fresco. Era aquel aroma a madera el que le evocaba algo nuevo. Le invadió esa sensación de inicio de ciclo pero había algo más. Había cierta emoción contenida en toda esa atmósfera que no acababa de definir…
Decidió ponerse cómoda para disfrutarlo mejor. Se sacó los zapatos, dejó el bolso en la entrada y se puso la raída camiseta de la uni y los pantalones cortos que solía llevar por casa y caminó descalza hasta aquel rincón redescubierto. Cogió el libro que había empezado hacía mucho y nunca tenía tiempo de leer y se arrellanó en el sillón color crema. Cuando abrió el libro, no pudo evitar la coquetería de observarse a sí misma reflejada en la luna del espejo del armario y sonrió.
Y entonces se dio cuenta. La emoción que la llenaba era algo que hacía mucho que no sentía. Era la sencilla sensación cotidiana de cuando vivía sola y tenía pocas preocupaciones. Ella no se daba cuenta, pero la vida entonces no le exigía mucho más que preocuparse de su trabajo o de sus estudios, de cuidar de sí misma, de divertirse con su familia y amigos.
En los últimos años, sin darse cuenta, se había autodesplazado tanto de su propia vida, que esa evocación tan cálida que ahora la recorría desde los dedos de sus pies hasta las puntas de sus cabellos la pilló totalmente desprevenida. Cerró el libro y también sus ojos para retenerla un poco más.
Descubrió que en ese entonces no era consciente de los pequeños placeres de la vida independiente, por esa absurda y tan humana obsesión de pensar en lo que nos falta, en lugar de sumergirnos en todo lo que sí tenemos.
Y aun así, había sido muy feliz. Y ese pensamiento tan rotundo la hizo sentir plena. Sobre todo, porque enlazaba con un nuevo pensamiento que la situaba en el presente, y es que su vida actual iba a tal velocidad que no le había dado ni tiempo de darse cuenta de lo mucho que había llegado a olvidarse de aquella chica soltera e independiente que soñaba con enamorarse locamente. Y con formar una familia. Y con seguir creciendo personal y profesionalmente. Y con no dejar nunca de aprender cosas.
Aquella habitación lila, aquel armario que desprendía olor a madera nueva y aquel sillón crema le hicieron prometer a la chica que fue, que no la abandonaría más. Para rubricarlo, guiñó un ojo a la mujer que le miraba sonriente desde el espejo.
En ese momento entraron en la habitación su marido y la niña. Tan concentraba estaba que no les había oído llegar. La pequeña trotó hasta abrazarse a ella y le dijo con su vocecita cantarina: “¡Mami qué habitación tan chuli! ¡Huele a ti!”. La levantó en brazos para hacerle cosquillas hasta que la risa invadió su pequeño cuerpo y luego la abrazó fuerte. Miró a su marido sonriendo y dibujó con sus labios un “Gracias” que era un “Te quiero”. Él apoyado en el marco de la puerta, divertido con la risa de su hija, le contestó un “De nada” silencioso, que era un “Te lo mereces”.
Y en algún punto de su interior, aquella chica soñadora que siempre fue, le rogó que no se olvidase más de ella. “Tendremos una cita siempre en este sillón. Para leer, para escribir, para pensar, para que no te olvides.
No me falles”.