Café Gijón, 1950
Sentado en una esquina del local, pidió al servicial Matías sus churros con chocolate bien caliente de cada domingo. Estaba hambriento por el riguroso ayuno que su madre, religiosamente, le obligaba a cumplir hasta después de haber escuchado misa de 9. Tras atender medio dormido a la homilía del padre Federico, dejaba a su estricta, aunque amorosa madre en casa y corría al Café Gijón a reponer fuerzas.
La causa de su somnolencia eran las pocas horas de descanso que le dejaban las rondas del sábado noche con sus amigos. Sin embargo, nunca fallaba a la cita dominical con su madre en la Iglesia de San Pascual del Paseo Recoletos. Y más litúrgico aún, era su compromiso con los churros con chocolate del cercano Café Gijón. Su madre, viuda y buena conocedora de su hijo, le obligaba a acudir al servicio religioso cada domingo temprano, para que no se dejara llevar del todo por las malas costumbres de su soltería, dejase de perseguir jovencitas y aprovechase el domingo para centrarse en encontrar a una mujer buena con la que pudiera sentar aquella cabeza llena de pájaros y darle nietos de una dichosa vez.
Distraído en desdoblar el periódico, dejó su borsalino de fieltro sobre la silla vacía de la mesa que quedaba a su lado.
Ella abrió la puerta y el Café se llenó de la cálida brisa de media mañana otoñal. Traje gris oscuro entallado, marcando una fina cintura y redondeada cadera. Un tocado negro, sencillo y con redecilla coronaba su brillante cabello negro recogido. Labial rojo, tez pálida, pestañas espesas y oscuras que enmarcaban unos ojos ligeramente hinchados y enrojecidos.
Sin duda por haber llorado, conjeturó él.
Se detuvo unos segundos con gesto femenino para colocar un cigarrillo en una boquilla larga y lo encendió con gestos elegantes y precisos. Del humo que expiraba lento por sus perfectamente perfilados y carnosos labios se desprendía una melancolía infinita. A pesar de la tristeza que destilaba, su delicado perfil se mantenía con la barbilla alta y orgullosa.
Le hipnotizaba algo más allá de aquella belleza turbadora. Era aquella aflicción la que abría mil interrogantes en su mente. ¿Qué podía haberle causado una pena tan profunda a aquella mujer?
Ella reanudó el paso y pidió con una leve sonrisa un café solo al camarero, mientras se dirigía a la mesa donde reposaba el borsalino. Él lo retiró galantemente para cederle el asiento, gesto le permitió quedarse sentado ladeado hacia ella, de una forma que le permitía observarla discretamente. Tal era la atención que despertaba en él.
De reojo vio como sacaba de su bolso una carta ya abierta y desdoblaba su contenido. Su prudencia solo le permitió alcanzar a leer una última frase: “Lo siento, pero no te amo”. La frase resonó en su interior y pronto sintió una punzada de colateral culpabilidad.
¿Cuántas veces había dedicado frases similares a aquellas muchachas con las que solo pretendía compartir algunos ratos divertidos, sabiendo que para ellas era algo más y con la convicción de que no volvería a verlas?
Nunca antes se había parado a pensar que podía infligir aquel dolor en ellas. Él jamás accedía a quedar con ellas tras romper. Por cobardía, por evitar una posible escena de recriminación y enfado. Por egoísmo. Pero nunca imaginó que aquella tristeza que ahora conseguía traspasarle era lo que quizás sucedía después de que él les enviase una triste y anodina carta como aquella, diciendo que no podían verse más.
Supo en ese momento que se había comportado como un auténtico cretino.
Un leve sollozo que ella dejó escapar entre sus labios, le sacó de su ensoñación. Él, como accionado por un resorte, buscó rápido en su bolsillo su inmaculado pañuelo de hilo bordado con sus iniciales y ofrecérselo, a lo que ella respondió irguiendo su postura. Levantó su perfecta barbilla, le clavó una orgullosa mirada y espetó un gélido “Gracias, pero no.” Todo el daño que podían haberle causado se concentraba en aquellos ojos, y se lo devolvía multipicado por el dolor y dando intensidad a una mirada difícil de sostener.
Pagó su café, se incorporó, siempre elegante y abandonó el local, dejando tras de sí una estela de dolor y entereza mezclándose con las volutas de humo de su cigarrillo, que continuaron flotando caprichosas en el aire, bastante tiempo después de que ella hubiese desaparecido.
Él se quedó sentado, aún con el pañuelo en la mano y pensando en que había recibido el rechazo más leve, pero también el más merecido de su vida.