Unos más y otros menos, hay ocasiones en que dejamos que la bruma espesa de la nostalgia nos atrape. De repente una canción en el coche, el aroma de la colonia de alguien que pasa por tu lado, una peli que ponen por enésima vez en la tele, nos llevan a un lugar donde el recuerdo se convierte en el oxígeno que entra en nuestros pulmones y, sin tener en cuenta ninguna ley de anatomía, hace que el corazón se encoja en nuestro pecho y con cada pulsión te dispara hacia el pasado, como si viajaras en la máquina del tiempo de H.G. Wells.
A veces es un pasado feliz, a veces no, pero por unos momentos te instalas allí y sientes en cada milímetro de tu piel todas aquellas sensaciones ya vividas, como si estuviesen sucediendo ahora mismo. Una risa, una caricia, un gesto, un guiño, una conversación, un beso sin fin…
No sabes por qué, hay temporadas en que haces esos «viajes» más a menudo, y tienes la impresión de estar estancado, atrapado en una irrealidad que ya no existe y que de alguna manera no te permite avanzar.
Y entonces parece que vives dos vidas a la vez: la que los demás ven y la otra. Esa que no confiesas a nadie, esa que tu jefe jamás podría adivinar escuchándote hablar con clientes sin titubear y con determinación, esa que tu amigo no imagina mientras tomáis una cerveza, esa que tu hermana no puede ni pensar mientras vais de compras.
Esa otra vida te lleva a tropezar en la calle con la gente o te hace bajar dos paradas más allá de tu estación, porque en realidad tú no estás allí, tú estás en aquella ciudad donde pasaste unos días inolvidables, en aquella montaña compartiendo risas o en aquel fin de año histórico. Y estás con aquella pareja de la que ya no sabes nada, con aquel amigo con el que perdiste el contacto o con aquel familiar que ya no está.
Te puedes llegar a aturdir tanto, que en momentos de total soledad y silencio miras el móvil de reojo rezando para que entre un mensaje de alguien que te devuelva al presente, a la realidad. Al menos a la realidad de ahora, de esa hora que marca un teléfono que insiste en seguir mudo.
Sin embargo, llega un día en que algo se dispara en tu interior, sientes que una pieza que llevaba días buscando su hueco ha conseguido encajar en el centro de tu alma. Y te levantas cuando aún está amaneciendo y te descubres siendo capaz de adivinar los primeros rayos de luz atravesando las nubes. Y te tomas un café y sabe mejor que otros días. Y te miras al espejo y te sonríes. Y entonces a solas contigo piensas que ningún tiempo pasado fue mejor y sabes que has vuelto al hoy, que has regresado al ahora.
Que has dejado de estar prendido a esa pareja, a ese amigo, a ese familiar que ya no están. Por el motivo que sea, pero ya no están. Y no estarán.
Y te sientes nuevo, limpio, brillante, y sobre todo muy dispuesto a empezar a escribir nuevas páginas de tu historia. Porque sabes que queda mucho por escribir, mucho que vivir, mucho por contar y para eso hay que renacer tras cada cuento que se acaba.
Para poder decir en voz alta y muy clara:
“Érase una vez…”